Una a veces se pierde entre el tráfico de viandantes de la Calle Fuencarral, muchas veces es necesario ir sorteando personas en ese momento irrefrenable de querer llegar a casa, cuando estás cansada y lo único que quieres es tirarte en el sofá y no pensar. Sobretodo ahora que aprieta el calor y parece que el asfalto te está echando de la ciudad aflora lo peor de mi (el calor y yo no somos buenos amigos) y recuerdo ese deseo de divorciarme de Madrid, arrepintiéndome de haberle dado una segunda oportunidad a nuestra tormentosa relación y pensando lo mucho que le doy, y lo poco que me devuelve, siempre arisca y distante, seca, tan seca que ni la nieve se atreve a llamar a su puerta.
Otras, camino despacio, me dejo llevar por la marea de pies y cabezas, porque ese sofá va a estar vacío cuando consiga subir los 106 escalones que separan la buhardilla de este mundo de locos que sólo nosotros hemos creado, y sin prisas, me vuelvo a enamorar de Madrid, suele suceder más en otoño, o en estos días que corre el aire y el goteo de sudor es más tenue. Disfruto de los 2 kilómetros que separan el trabajo y el hogar, mis dos cárceles sin barrotes.
Ahora suele haber muchos niños correteando, las terrazas llenas y muchas parejas cogidas de la mano paseando alegremente como si fueran los únicos ocupantes de la acera. Entonces se vuelve cariñosa y cercana, me atrapa y me recuerda lo que me hizo volverme loca por ella, sus calles tortuosas de adoquines, sus bares con buenas tapas, los abiertos hasta el alba, el atardecer en Debod, la cultura que se esconde por Atocha o esos gatos orgullosos de ser de tercera generación, o los que nacimos de padres emigrantes y somos de primera, porque yo nací en el distrito de Fuencarral y ahora vivo en la calle con el mismo nombre, pasando la infancia en Aluche , la adolescencia en el Barrio de la Pili y muchos años paseando cerca de la plaza de las Ventas, eso es ser castiza y lo demás son tonterías TRONCO.
Así me entra la chulería madrileña, levanto la cabeza, aunque da igual, (es lo que tiene ser una canija) y procuro retener ese momento, porque sé que me va a hacer falta cuando me vuelva a enfadar con ella.
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