Madrid se llena de primavera mientras yo planifico la mudanza a la décima casa, y hago cábalas de cajas, en este pequeño salón que tantas ganas tengo de dejar.
Las paredes ya están desnudas de recuerdos, excepto esos pájaros de vinilo que vuelan alrededor de un poema y que aun no he decidido si volarán conmigo.
Procuro ir despacio, todo se merece un poco de atención e incluso algún minuto de silencio, los muertos no están sólo en ataúdes y he roto un par de fotos a modo de entierro.
He pasado un buen rato con la arena de un rincón entre las manos y cobijada entre los granos, una pequeña piedra con forma de corazón. Tres veces he ido al cubo de la basura, tres veces me he dado la vuelta, y en la vencida, me he dejado vencer. La he guardado junto a un mechero amarillo que lleva apagado meses pero al que le queda un resquicio de piedra.
Hace tiempo que no llamo a este piso "mi casa", y quiero alejarme del ruido que hacen las ilusiones frustradas cuando pasan por mi portal, camino del tren, sin que llamen al timbre.
La décima casa tiene luz y no hay recuerdos. Es una buena forma de empezar.
La décima casa se llenará de recuerdos, con luz.
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