Esta noche acaba el verano, me han dicho que a las 22 horas y 2
minutos de la noche, y he pensado, “joder, que bien saber cuándo es el momento
preciso en el que algo termina, ¿no?” Porque es algo a lo que nunca nos
acostumbramos, a estos finales que te abofetean de repente, sin darte ni un
aviso.
Los finales duelen, te visten de luto, se ensañan, y como no
te los esperas, te pillan dando un paseo que, sin darte cuenta, acaba en un
abismo, casi dispuesta a abrazar el precipicio por si al terminar la caída, aún
hubiera un resquicio del principio, cuando lo que de verdad te encuentras, es
la hostia que te das, que no, no mata, pero te deja herida, atemorizada, un
poco más pequeña, menos niña y más perdida.
Yo este verano he vivido dos finales, uno de un “todo” y
otro de un “casi”, y ninguno fácil; y es que hay veces que pensamos que
terminar un camino más largo es más complicado, pero no es verdad. En uno
corto, te quedas con las ganas de saber cómo seguía, si tenía curvas, si a la
mitad había un río en el que darte un baño o si te hubieras tropezado al
caminar. Todo eso lo sabes en el “todo”, lo has reído y llorado, sabes que lo
has luchado hasta quedarte sin aliento.
El “casi” te deja a las puertas de
todo, cuando en verdad, no ha habido nada, bailando con la incertidumbre y sin
saberte los pasos.
Así que brindo por las notificaciones de pre-aviso y por este
otoño con su final anunciado, como debe ser.