Para mi el miedo
no son noches oscuras ni tormentas que hacen temblar el tejado. No son sustos
detrás de una pantalla, o que en casa se muevan cosas de sitio sin mucha
explicación.
Para mi el miedo
es que siempre, siempre, desde aquella noche en la que te dije te quiero y tú
no respondiste, apareces cada vez que unos labios se acercan cautelosos a mi
boca.
Y sigo sin
entender como intuyes que puedo atisbar un gramo de felicidad sin ti, como tienes la capacidad de dejarme paralizada cada vez que regresas. Que cuando hay
alguien a mi lado (y no se como lo haces, pero tus últimas apariciones
estelares me han llegado entre risas y buena compañía), me pregunta que por qué
tiemblo cuando dejo el móvil encima de la mesa después de leerte.
Y hay que
reconocer que ésta última ha sido propia de un verdadero artista, que has
adornado la misma mierda de siempre con buen vino y más caricias de lo
habitual, con misterios que parecían que ese viaje te había cambiado tanto que
por fin me ibas a hacer un hueco de verdad en tu vida. Pero no, como siempre te
entran las prisas, y cuando te das cuenta de que vamos paseando cogidos de la
mano te sueltas rápido, aunque a los pocos segundos me agarras fuerte, como si
por un momento me leyeras el pensamiento y supieras que yo sólo quiero salir
corriendo de este amor que siempre me deja incompleta.
Y me miras de
reojo cuando te hablo de volar, y que probablemente en unos meses ya no esté
aquí, y de reojo te devuelvo la mirada y atisbo un pequeño hilo de tristeza,
pero no dices nada, y recuerdo que tú no me lees, no me escribes, no me llamas,
no me quieres, y la realidad me da otra bofetada.
Y maldigo
aquella madrugada de agosto en la que por primera vez arranqué el coche para ir
a tu casa, maldigo que cada vez que vuelvo de tus horas en compañía caduca,
todo mi yo huela a ti, maldigo las promesas a mi misma que no soy capaz de cumplir, y maldigo todos esos aviones que siempre despegan sin
mi.
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