Tras hacer la visita de rigor a casa de mis padres para despedirme antes del viaje y darles un par de besos, (cotizados en casa "Cordero", que somos más de "venga, nos vemos en un par de semanas"), dejarles apuntaditos los teléfonos de los amigos de allí, prometer que siempre que el wifi me lo permita les escribiré y que en caso contrario haría una llamada perdida una vez al día, que no me enamoraría de un chileno, que soy capaz de no volver, y por supuesto, seguir omitiendo que a la Patagonia me voy sola; me dirigí a casa a hacer la maleta.
Mientras me peleaba con la gata que no paraba de meterse dentro de ella, poniéndome ojitos más propios del gato de Shrek y boicoteando mis tiempos, no paraba de ver en la esquina del salón la guitarra, la puta guitarra (y es que el tamaño de mi casa invita a verla entera casi desde cualquier ángulo).
Mientras me peleaba con la gata que no paraba de meterse dentro de ella, poniéndome ojitos más propios del gato de Shrek y boicoteando mis tiempos, no paraba de ver en la esquina del salón la guitarra, la puta guitarra (y es que el tamaño de mi casa invita a verla entera casi desde cualquier ángulo).
Cabreada como un miura, la cogí, ya tenía polvo porque llevaba como dos meses sin tocarla; uno, porque cada vez que lo hacía mi frustración se acrecentaba por la arritmia musical con la que Darwin me ha dotado, y dos, porque cada vez que la sacaba de la funda, no podía dejar de pensar que la había vuelto a llevar a la casa para que él la tocara, que él si que lo hacía bien, maldita sea, que bien lo hacía. Así que con esa mala leche con la que la naturaleza si me dotó, me subí a la escalera (agradeciendo enormemente que María aún no se la hubiera llevado, porque si no, hubiera sido imposible) y la guardé en lo alto del armario, sumando esa acción a las que ya había llevado a cabo como forma de catarsis, nada fuera de lo normal, archivar (que no borrar, seamos realistas, algún día serán un bonito recuerdo) los whatsapp, mensajes, mails, tirar su esponja del baño, guardar las fotos en lo más profundo del disco duro, tener en un sitio no muy visible un mechero amarillo y la arena del Rincón, y no poner atún en las ensaladas. Quizás ésto último no tan normal, pero yo me entiendo.
Seguí haciendo la maleta, metiendo en ella su jersey azul que tanto me gusta (y que tanto abriga) y que me había regalado en algún ataque de romanticismo, a ver si facturando la tristeza, la sacaba de una vez por todas de mi casa.
Y así estoy, a escasas horas de emprender mi escapada al fin del mundo, pensando que muy probablemente se habría demorado bastante tiempo si no hubiera sido por él y su adiós adelantado.
Así que gracias, mi viajero de eterno partir con abandono y sin retorno.
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