Y luego llegó el invierno, entrenado para el olvido y sin manera de encenderlo.
Y en un alto de Madrid con el dueño de un vetusto febrero, miro los trenes pasar y me da fuego con un mechero amarillo, "estúpida casualidad", me viene a la cabeza, pero él sonríe sin necesidad de un humo aliñado, y echo de nuevo la mirada a las lejanas vías, pensando que puede que no me equivocara de tren, sólo de horario de salida, y que quizá, la próxima vez, deba hacer caso al reloj de los demás, que yo no soporto el tic tac, y se me olvida.
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