A mi abuelo Narci nunca le conocí, mi madre se quedó sin él a los diecinueve, y desde entonces le llora en silencio. Le llamaban Dios Grande, porque era muy muy alto (la genética se olvidó de incluirle en mi ADN), y porque en la posguerra regalaba el pan que hacía a los que no podían pagarle.
Mi abuela Isi no llegó a mi comunión. Una mañana en la que yo saltaba a la comba en Quijorna, se acercó mi hermana corriendo, y yo ya de lejos sabía que venía a contarme que ya no la veríamos más. Le faltaba un pecho; yo me inventé para mi misma que le había estallado porque tenía el corazón tan grande y tan bueno que no le entraba en el.
Mi abuelo Manuel tenía orejas de soplillo pero estaba sordo. Yo no entendía como con esas orejas no podía apenas oírme. Sólo me acuerdo de una cosa de él, que me subía en sus rodillas y del paso al galope me convertía en jinete. Fue al primero que el cáncer se lo comió.
Mi abuela Fernanda se llamaba Nieves, las cosas de los pueblos, que te cambian el nombre como les viene en gana. Tenía el pelo blanco más bonito que recuerdo y unos ojos azules casi transparentes. Pequeña y tan delgada que parecía que si soplabas, se podía caer, pero sólo lo hizo una vez y decidió que con esa bastaba. Ella se murió de amor porque lo último que la escuché decir era que se quería ir con su marido, y se fue al rato.
Y mi abuelo Julián, que no era padre ni de mi madre ni de mi padre, me llevó a ver el mar por primera vez. Su casa estaba llena de objetos extraños, algunos que aún guardamos porque su familia de verdad nos dejó tener algo suyo para siempre. Siendo una niña fue la primera vez que entendí que la palabra familia, no tenía nada que ver con los apellidos.
Y todos ellos se fueron muy pronto, pero yo, tuve cinco abuelos.
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