Ya han pasado los mil días que tanto temí desde ese momento en el que hicimos que lloviera.
Tanto tiempo y no he conseguido cumplir ninguna de las promesas que te escribí en ese cuaderno que se iba llenando de nuestras cosas y palabras inventadas; aún recuerdo tu llamada entre lágrimas dándome las gracias mientras yo me deshacía frente a la estación de Atocha.
Hacía un poco de frío a pesar de ser verano, o quizás era sólo yo, que temblaba.
No volví a tocar la guitarra ni he escrito nada que pudieras convertir en película, ni siquiera recuerdo cual era la tercera promesa, como tantas cosas que he ido olvidando con el paso de los días, pero, a pesar de todo, has seguido ahí, aunque nos separara un jodido océano, a veces muy presente y otras de soslayo, casi igual que cuando aún no te habías ido.
Mil días y aún así, perdida en la isla, a sólo unos metros de ti, las mismas vueltas en el estómago que me hicieron perder 10 kilos de coraje, me dieron ganas de buscar un abrazo entero.
Y lo he dado, pero se partió casi al instante, Granada estaba lejos para prenderla, pero lo he intentado.
Y en ningún momento pensé en ti, quizás, esa era la tercera promesa.
Y hoy sólo te escribo porque es domingo, un domingo de mierda y en Madrid va a tardar mucho en llover.
Ya ves, tú ya has terminado lo que te marchaste a hacer, y yo, ni siquiera he empezado.
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