domingo, 21 de julio de 2013

Las horas con él pasan volando. Nos ha preparado un té y galletas. Me apasiona lo "rojo" que sigue siendo, y puedo imaginármelo, como un muchacho más, en las multitudes con pancartas que protestan por todo lo que pasa en nuestro mundo.
Las arrugas que ya le marcan el rostro no han cambiado esa mirada llena de picardía, y de tantas vivencias, y me obnubila cuando nos cuenta esas historias de hambre y lucha. Su acento tiene una mezcla extraña, marcada por sus viajes, pero sin perder ese origen extremeño.
Esta vez no habla de cuando emigró a Alemania, o de nuestro antepasado más conocido, hoy nos lleva años más atrás, contando tiempos de su abuelo, de las obras del ferrocarril y de aquel juez de Zafra, que me recuerda eso que tantas veces intento llevar a cabo, como la vida te devuelve lo que das cuando menos lo esperas. También nos traslada a la casa del pueblo, a aquel despacho de la panadería al que llegaban los acreedores y dio tantos disgustos a su padre, a mi abuelo, aquel, al que nunca pude besar.
Miro de soslayo a mi hermano y me conmueve lo mucho que se parecen, y me enorgullece que yo también me parezco a él de refilón.
Mi mente viaja 20 años atrás, cuando él me rescataba de esos gritos que se podían escuchar muchas vallas por delante, y me daba un refugio enseñándome a jugar al ajedrez y a arreglar los pinchazos de mi bici. Y me entristece que nos hayamos perdidos tantos años de historias y anécdotas desde que ese muro separó nuestras miradas. Y, como si quisiera recuperar mi niñez, me invita a que le demos de comer a esos gatitos que corren por su parcela, para que me ría al ver como juegan.
Y esta vez, ese muro no cumple la función para la que se levantó, y horas más tarde, elevando un poco la voz, nos damos las buenas noches, sabiendo que a la mañana siguiente, seguirá llevándome de la mano a través del tiempo.

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