lunes, 3 de junio de 2019

Hay comienzos del calor tan parecidos que dejan un deja vu en la tripa constante. 
Distintas ciudades a las que gritarles con la misma sensación de lo injusto.
Otras paredes apuntalando lo que Sandor Marai llamaba "el último encuentro".

Por aquel entonces, cuando ni siquiera sabíamos que compartíamos la calle, dormí un verano entero, pero ahora no puedo hacerlo y las mañanas son solo un nudo en el pecho y un estar sin estar en la oficina.  

Lo peor de decir adiós es despedirse de todos los planes; de un fin de semana exprés a Dublín, de ver Nueva York sin estar trabajando, de esa niña con rizos y piel blanca luchadora que nunca tendremos, de saber como hubiéramos sido capaces de meter todas sus cosas en mi casa, en llamarla nuestra casa; o quizás hubiéramos buscado un lugar solo nuestro, ya nunca sabremos eso. 

Ni siquiera está aquella jefa que me mandaba a casa por estar triste. Ni siquiera está Carmena  para darle sentido a esta ciudad. Ni siquiera siento que esté yo.

De nuevo me rondan las ganas de salir corriendo de Madrid, pero ese master, ese curso, todas las obligaciones que tengo ahora mismo apartadas en el rincón del ordenador, no me dejan, aunque solo quiera mandarlo todo a la mierda, desaparecer, dormir, y despertar entera de nuevo.

Ya aprendí hace mucho que el tiempo no cura, solo se aprende a vivir con la ausencia; intentando transformar el dolor en un recuerdo que traer de vez en cuando y sonreír, porque al fin y al cabo, eran preciosos nuestros besos. 

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